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Periodista, escritor, Lic. en Periodismo, Mtro. En Ciencias Políticas, oaxaqueño. Autor de la columna "Indicador Político" en El Financiero.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Indicador Político 13-diciembre-2009, domingo

+ Suárez, tragedia de un político
+ Un día en el Museo del Prado

Carlos Ramírez

Tercera y última parte del cuaderno de viaje a España para indagar sobre la transición a la democracia:

Domingo 29 de noviembre, 2009.

El sábado trabajamos medio día. Nos fuimos a visitar la población de Cebreros, a una hora y media de Madrid, lugar de nacimiento de Adolfo Suárez. En realidad había poco que conocer. Se trata de una población de no más de cuatro mil habitantes. El motivo fue, en realidad, visitar el único museo de la transición española a la democracia que funciona como tal en toda España. Los españoles como que están agradecidos con Adolfo Suárez, pero su salida del gobierno fue desordenada y luego el PSOE trató de borrar los vestigios de la operación de la transición. Hoy Suárez vive encerrado en su casa y en su mente, afectado, como ya escribí antes, por un alzhéimer fulminante. El recordatorio del aniversario de la Constitución, a comienzos de diciembre, poco recordó de su principal operador y todo se orientó a los redactores --bautizados como los padres fundadores-- y al Rey Juan Carlos.
La extraña ausencia de Suárez del ambiente político es extraña pero obvia. No son conceptos excluyentes ni contradictorios. Extraña porque las referencias a la transición se agotan en el proceso mismo. Y obvia porque me quedó la impresión de que Suárez fue una especie de mal necesario. Suárez fue recibido con escepticismo e inclusive como un error estratégico del Rey Juan Carlos y lo vieron casi como la decisión del monarca de cumplir con la continuidad de Franco y el franquismo, al provenir Suárez de la posición de Ministro secretario del Movimiento nacional, la estructura de poder del franquismo. El operador del mecanismo para incorporar a Suárez en la terna de sucesores del defenestrado Carlos Arias Navarro fue el político monárquico Torcuato Fernández Miranda. Se ha hecho famosas aquellas palabras de Fernández Miranda, cuando logró meter a Suárez en la terna: “estoy en posibilidad de cumplir con lo que el Rey me ha pedido”. Dice el politólogo Josep Colomer que Fernández Miranda hizo malabares basado en la teoría de los juegos para armar una terna a satisfacción del Rey. Cuando estaban los primeros dos de la lista y faltaba el tercero, Fernández Miranda dijo que había que meter a alguien de la nueva vieja guardia para evitar críticas de los franquistas. Y dijo: “¿por qué no metemos a este chico que es ministro secretario?” Quienes participaban en la elaboración de la terna se miraron entre sí y aceptaron sin saber que se trataba precisamente del tapado del Rey Juan Carlos. Por su cuenta, Suárez negoció con los otros dos: el que llegara jalaba a los demás. Y así fue.
Suárez nació en Cebreros y ahí comenzó su carrera política. Fue un buen estudiante, se graduó con buenas calificaciones en derecho y desde muy joven participó en política en las juventudes franquistas. En uno de los escalafones conoció al entonces Príncipe Juan Carlos de Borbón e hicieron una buena amistad. Dice la leyenda urbana que Suárez habló de la necesidad de democratizar España. Inclusive, el biógrafo y amigo de Suárez, Abel Hernández, habla de la existencia de una “hoja de ruta” que le habría entregado Suárez a Juan Carlos y que luego Juan Carlos la sacaría de su escritorio el día que nombró a Suárez como presidente del gobierno. Pero nadie ha visto físicamente esos papeles.
Suárez salió de las entrañas del franquismo pero con la intención de democratizar a España. Se trató del Suárez de agosto de 1976 y la redacción de la ley de la reforma política a diciembre de 1978 con el referéndum de la Constitución. Luego vino el Suárez de la debacle: 1979 y 1980 cuando perdió el control de su partido y por el acoso del PSOE hasta llegar a la moción de censura, su renuncia en enero de 1981 y el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Luego hizo otro intento para fundar otro partido y fracasó. Derrotado, se retiró. Y ayudó al aislamiento el hecho de que Suárez no fue un intelectual o académico sino un hombre pragmático. Nunca escribió un libro sobre la transición. Si acaso, dio algunas entrevistas. Fue su amigo Abel Hernández quien trató de poner en orden los papeles, documentos y discursos de Suárez para trazar el itinerario político de la transición.
El museo de Suárez es modesto. Está ubicado en una vieja iglesia remodelada. Fui ahí con la sensación de que sería un buen museo, pero en realidad tiene poco de museo. Son gráficas del rumbo de la transición, algunas fotografías, pocos documentos. Se recorre en poco tiempo. Quizá en una medición lineal no alcance a cincuenta metros. Pero la atmósfera recuerda obviamente a Suárez. La familia de Suárez que aún vive en Cebreros ha donado algunas pertenencias, varias condecoraciones. Alguien obsequió dos curules del congreso. Hay un documental con entrevistas a los principales protagonistas. Y es todo. Hace falta, por cierto, el gran museo de la transición a la democracia. Pero por más que pregunté, nadie me supo dar una explicación del por qué de su inexistencia.
Afuera del museo, con la fachada a mis espaldas, grabé un comentario ante las cámaras para el documental. Recordé una frase que me había dicho José Francisco Ruiz Massieu un mes antes de que lo asesinaran, cuando hablamos de la transición mexicana y de nueva cuenta hicimos referencia a la transición española. Recordando entonces a Suárez y su perfil de político franquista, Ruiz Massieu me dijo. “las transiciones las hacen los dinosaurios”. Ruiz Massieu, a mediados de septiembre de 1994, quería saber en qué posición se podía hacer la transición mexicana: como jefe de la mayoría priísta en la Cámara o como secretario de Gobernación. La respuesta la sabía él mismo: Gobernación, como Suárez. Luego enumeré las cinco aportaciones de Suárez a la transición:
1.- Desmantelar el franquismo.
2.- Crear instituciones democráticas.
3.- Definir el modelo de monarquía parlamentaria.
4.- Legalizar a la izquierda.,
5.- Y conseguir un pacto constitucional.
La democracia española de Suárez fue lo suficientemente fuerte para resistir cuando menos tres pruebas:
1.- El Rey pasó a ser una figura de arbitraje.
2.- La democracia absorbió rápidamente el intento de golpe de Estado del 123 de febrero de 1981.
3.- Y España pasó sin problemas de un gobierno de centro-derecha a un socialismo de izquierda con el PSOE que había sido republicano.
La figura de Suárez es grande, pero con poca exposición pública. Se le sabe vivo, pero también ajeno a la realidad. El libro de Abel Hernández, Suárez y el Rey, se ha convertido en un éxito de ventas. La clase política tiene agradecimientos para Suárez, pero Suárez sigue realmente en el olvido social. A ello ha contribuido una queja que escuché varias veces aquí: su hijo, Adolfo Suárez Illana, ha aislado más a su padre y no aprueba libro alguno si no lo autoriza. Pero tampoco en las universidades se estudia a fondo la transición.
El modesto museo a Adolfo Suárez y la transición es un ejemplo de cómo los españoles, la clase política y la sociedad, tienen aún una deuda moral con Adolfo Suárez, el hombre que democratizó España y enterró el franquismo.



Domingo 29 de noviembre, 2009.

Domingo, día de descanso. Pasé unas cinco horas en el Museo del Prado. Hay un recorrido especial de cuando menos tres horas para conocer las cien obras maestras del museo. En desorden, comencé por donde tenía que comenzar: Las Meninas, de Velázquez. Para mí es el cuadro más importante del Museo del Prado, así como La Gioconda lo es para el Louvre de París. Estuve casi media hora viendo Las Meninas desde diferentes perspectivas. Me gustó mucho más que las Majas de Goya y hasta los de Rubens o de Rembrandt o Rafael. El de Velázquez es simplemente perfecto. Las Meninas tiene varias perspectivas: el frente total, las meninas, el bufón, el propio Velázquez dibujando, y el del jefe tapicero saliendo por la puerta. Fue pintado en 1656, cuatro años antes de su muerte, a la edad de 57 años. Le pusieron las meninas porque así se llamaba en portugués a las damas de honor. Destaca la perfección de los rostros, el manejo de las luces para definir espacios especiales, el papel de perspectiva del techo alto, la sala de trabajo del pintor por las obras que llenan las paredes.
Me deslumbró El jardín de las delicias, de El Bosco, por sus trazos circulares, su exuberancia y sobre todo sus tonos pastel fuertes. El autorretrato de Durero es fenomenal por la picardía de sus ojos, aunque sigo admirando El Caballero y la Muerte que está en otro museo. Deslumbrante y conmovedor el ángel de Messina por el sufrimiento de los rostros. De Rafael basta El Cardenal, un retrato único, quizá a la altura de El caballero con la mano en el pecho, de El Greco. El Lavatorio, de Tintoretto, no tiene comparación: la humildad de Jesús es conmovedora al lavarle los pies a sus apóstoles.
Goya es extraño, al menos para mí. Sus dibujos y colores son perfectos, pero sus rostros chocan con la unidad de las demás escenas. Son como máscaras. Por eso quizá sus Majas no alcanzan a meterse en el ánimo. Dicen que hubo de falsificar los rostros pero los dejó a propósito como máscaras. Y luego uno recuerda su serie negra, sobre todo el choque de Saturno devorando a un hijo o los rostros de sufrimiento de Los fusilamientos en la montaña de Príncipe Pío. Los rostros de La familia de Carlos IV son de una realidad que confunde a veces con la caricatura, no por la sencillez sino por la profundidad de los gestos: ojos saltones, mejillas artificiales, sonrisas oblicuas, el horror en Aquelarre.
De El Greco, su magistral El caballero de la mano en el pecho. Los brazos de la mano son perfectos, casi vivos, con vida propia. Y el rostro afilado del caballero, serio hasta la inmovilidad, con una barba muy a la española. Hay un retablo, de Juan Rodríguez de Toledo, que agobia por su belleza en oro: veinte figuras, con la crucifixión al centro. Y el retrato Santo Domingo de Silo entronizado, de Bartolomé Bermejo, una figura señera, vestido en oro, con un retablo de oro, con un amarillo que multiplica la luz, y las líneas que dibujan la capa del obispo y las figuras que lo rodean, una escena magistral.
En fin, un día inolvidable. Nada mejor para recargar baterías que un día en el Museo del Prado, de Madrid.

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