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Periodista, escritor, Lic. en Periodismo, Mtro. En Ciencias Políticas, oaxaqueño. Autor de la columna "Indicador Político" en El Financiero.

domingo, 21 de marzo de 2010

Indicador Político 21-marzo-2010 Domingo

+ México: crisis 1995-2010 (14)
+ Poniatowska y Ramírez: el 68

Carlos Ramírez

La crisis de 1968 fue producto de la crisis de autoridad moral y política del Estado. Pero también fue consecuencia del estilo personal de gobernar del presidente Díaz Ordaz. Ahí --al romperse la comunicación política entre sociedad y gobierno-- comenzó a naufragar el sistema político priísta, con el hecho agravante de que la agenda política del movimiento estudiantil y popular fue la más imprecisa que había enfrentado la clase gobernante desde comienzos de la década de los cincuenta. Al final, el manotazo en Tlatelolco fue el principio del fin de la legitimidad social y política del régimen de la Revolución Mexicana.
La verdadera historia del 68 aún no se conoce. A poco más de cuarenta años de distancia, el fenómeno social y político de la movilización estudiantil sigue cargando con el fardo de las interpretaciones sentimentales. Como ha ocurrido en la historia de México, hay hechos que se convierten en símbolos más allá de sus propias definiciones y posibilidades. Más que un pivote a favor de la democratización, de la apertura democrática o de las reformas políticas, la crisis del 68 ha quedado en un mero punto de referencia. La izquierda no supo capitalizar la dimensión de la crisis como el agotamiento del sistema político de la Revolución Mexicana y la derecha lo dejó pasar de lado, en tanto que el PRI le ha entrado al asunto con un vergonzante cargo de conciencia.
El 68 fue una crisis al interior de la estructura del sistema: antes de que hubiese ocurrido el conflicto entre dos bandas y luego dos escuelas en la tercera semana de julio, México había entrado en los terrenos pantanosos del proceso de sucesión presidencial para definir con anticipación los precandidatos presidenciales de 1970. Al estallar la violencia, el Estado sobrerreaccionó en la respuesta de la autoridad, sin duda porque el presidente Díaz Ordaz --que tenía un muy entrenado olfato político-- previó que de alguna manera esos incidentes se iban a cruzar con la lucha política al interior de su gabinete por la candidatura presidencial. Y así fue, en realidad: el movimiento estudiantil involucró a la UNAM y ésta se articuló a ciertas figuras del gabinete --sobre todo Luis Echeverría y Emilio Martínez Manautou-- y ello contribuyó a utilizar las movilizaciones para enfrentar a precandidatos.
El conflicto estudiantil prendió en una sociedad como pradera seca. Los problemas estallaron el 22 de julio por el choque entre alumnos de la Vocacional 2 del IPN y estudiantes de la preparatoria privada Isaac Ochoterena. El 26 se organizaron dos marchas para celebrar la Revolución Cubana. Y el 27, a cinco días del primer incidente, el gobierno atacó las instalaciones del Partido Comunista Mexicano, entonces en la semi clandestinidad. El 28 --una semana después-- apareció el primer pliego petitorio involucrando al PRI en los incidentes, exigiendo indemnización de heridos y supuestos muertos y clamando la desaparición de los granaderos y la derogación del artículo 145 del código penal que reprimía en función de intenciones de presunta disolución social por parte de disidentes. A partir de ahí el movimiento estudiantil y la respuesta gubernamental se salieron de control.
El punto clave del conflicto fue el involucramiento del rector de la UNAM, Javier Barros Sierra --secretario de Obras Públicas del gabinete de López Mateos y por tanto adversario político de Díaz Ordaz en la sucesión de 1964--. El 30 de julio, una semana después del 22, el rector le entró al conflicto e izó la bandera a media asta en Ciudad Universitaria, cuando en esos tiempos la bandera era propiedad del régimen. Dos días después, el primero de agosto, Barros Sierra encabezó la primera manifestación de apoyo a los estudiantes. ¿Cuáles fueron las razones de fondo del involucramiento del rector de la UNAM? A pesar de la relativa independencia política, el rector de la UNAM formaba parte del gabinete invisible del gobierno. Su tarea institucional era la de atemperar los ánimos. ¿Fue cierto que Luis Echeverría empujó al rector al activismo con la suspicacia de contener el movimiento, encauzarlo o radicalizarlo, quizá en la lógica de incendiar el movimiento para que se consumiera rápido?
La historia aún está por saberse. Dos libros ayudan a comprender la crisis en su momento histórico. En diciembre de 1969, en plena euforia de la campaña presidencial, el sociólogo Ramón Ramírez publicó la historia del 68 en dos tomos: El movimiento estudiantil de México. Julio-diciembre de 1968 (editorial Era) Y en febrero 1971, apenas arrancado el sexenio de Echeverría, la escritora y periodista cultural Elena Poniatowska publicó el libro La noche de Tlatelolco, un trabajo de indagación periodística para precisar los márgenes del movimiento estudiantil. Fueron dos esfuerzos primigenios de sistematización de la información: Ramírez publicó en un tomo todos los desplegados del movimiento y en otro hizo una cronología con las declaraciones de los protagonistas. Y Poniatowska recogió en innumerables entrevistas las voces directas de los afectados, muchos de ellos ya encarcelados, y los armó en un fresco oral de historia de primera mano. Ninguno de los dos, es cierto, se planteó el objetivo de analizar causas y consecuencias sino sólo de recoger la información oral y documental del conflicto. Los dos libros rompieron la censura y abrieron la brecha para innumerables libros sobre el 68 mexicano.
El 68 fue la acumulación de las crisis del sistema político priísta: agotamiento del modelo de desarrollo, del PRI como canal de participación social y política, de empleo juvenil, de discurso político revolucionario frente al efecto de la Revolución Cubana, de pérdida de consensos al interior de la clase gobernante, de la sucesión presidencial de 1970, del sistema de gobierno piramidal y de autoritarismo del presidente Díaz Ordaz. El México idílico del “milagro mexicano” o del consenso social de la Revolución Mexicana o del desarrollo estabilizador con tasas anual promedio de crecimiento económico de 6% y 2% de inflación comenzaba a encontrarse con el México real de los tres pivotes negativos del sistema político priísta: represión, corrupción y pobreza. El PRI ya no respondía al consenso nacional.
Las voces documentales y verbales recogidas por Ramírez y Poniatowska formaron parte de los elementos indispensables para el análisis. La sociedad mexicana había entrado a una fase de ruptura generacional desde principios de los sesenta, en donde la sociología del poder no alcanzaba a interpretar el salto cualitativo entre el México autoritario con el México sin hilos directos de control. ¿Por qué la imagen idílica que difundieron los Estados Unidos sobre el México desarrollado? Por razones de dependencia especulativa. Los inversionistas alaban a quien le ofrezca documentos con altos rendimientos de intereses. La pobreza era lo de menos. México salía a mediados de los sesenta con una burguesía internacionalizada. La estabilidad macroeconómica de México --inflación baja, salarios controlados, clase obrera reprimida, protestas acalladas, tipo de cambio seguro-- era suficiente para fortalecer los rendimientos.
La represión en Tlatelolco no era la única ni la más fuerte. A partir de 1952 comenzó una larga cadena de insurrecciones: los trabajadores electricistas, magisteriales, ferrocarrileros, tranviarios y otros chocaron con el gobierno y fueron reprimidos. El ejército entró en el Instituto Politécnico Nacional y la policía reprimió a universidades. Organizaciones campesinas fueron aplastadas por la fuerza. Y a pesar de que en algunos de esos movimientos apareció el Partido Comunista Mexicano, ninguno de ellos logró marcar un momento histórico. Ni siquiera el encarcelamiento de líderes como Demetrio Vallejo, Valentín Campa y Othón Salazar logró convertirse en factor de ruptura del sistema. Inclusive, el surgimiento de algunos movimientos guerrilleros sólidos tampoco causó estragos que después provocaron otros grupos armados y sin organizaciones formales pero considerados como consecuencia directa de Tlatelolco.
En todo caso, lo que le dio singularidad al movimiento estudiantil del 68 fue la incorporación de instituciones formales como la UNAM y la participación directa de clases medias, además de la participación vía líderes estudiantiles del PCM y de sindicatos radicales y la decisión de no apoderarse del control del movimiento. Las marchas del 68 rompieron la virginidad de algunas instituciones y sacaron a la calle a padres de familia. La toma del Zócalo tuvo también su significado, sobre todo porque fue un asalto al poder simbólico del PRI: el Palacio Nacional. Y como factor adicional, el hecho de que la protesta estudiantil ocurrió articulada en tiempo histórico con otras protestas en países como los Estados Unidos, Francia y Checoslovaquia.
Asimismo, contribuyó el hecho de que la tibieza del pliego petitorio tomara la fuerza moral de la protesta sólo contra la represión: libertad de presos políticos, desaparición del cuerpo de granaderos, renuncia de jefes policiacos y derogación de los delitos de disolución social. Nada que ver con la agenda del PCM o el reparto de tierras o el derrocamiento del gobierno para instaurar algún modelo revolucionario. La participación de padres de familia de la clase media le dio fuerza moral al movimiento. Y tuvo que ver la debilidad del PRI para responder luego de la crisis provocada en diciembre de 1964 con la renuncia forzada de Carlos A. Madrazo por la reforma interna que no cuajó y el ascenso de emergencia de Alfonso Martínez Domínguez como presidente del PRI en febrero de 1968 para operar la sucesión presidencial. Martínez Domínguez tardó en hacerse del control del PRI.
El otro factor que contribuyó a detonar la crisis fue el estilo personal de gobernar del presidente Díaz Ordaz. El poder adquiere su verdadera dimensión en relación a su titular. Díaz Ordaz venía de operar con autoritarismo la Secretaría de Gobernación y ahí tuvo como brazo operador a Luis Echeverría y a Fernando Gutiérrez Barrios. A los tres les tocó mantener el control político del país ante la avalancha de protestas callejeras y violentas desde la crisis magisterial de 1952. Al tomar posesión de la presidencia, Díaz Ordaz encaró con dureza y sin flexibilidad el movimiento de los médicos del ISSSTE y el Seguro Social. Al recibirlos en Palacio Nacional les dijo que no permitiría las rebeliones. Y los despachó con las manos vacías.
El movimiento del 68 atrapó a Díaz Ordaz en una etapa de aislamiento político. El primero de agosto, luego de los primeros choques, intervenciones del ejército y manifestaciones del rector de la UNAM, Díaz Ordaz enfrentó políticamente el movimiento pero desde una gira en Guadalajara. La gestión política y burocrática del conflicto quedó en manos directamente del secretario de Gobernación y del jefe del Departamento del Distrito Federal, Luis Echeverría y Alfonso Corona del Rosal, los dos enlistados como presuntos precandidatos presidenciales. Luego se incorporaría abriendo un espacio hacia el movimiento el tercer precandidato, Emilio Martínez Manautou, secretario de Salubridad y Asistencia. Y como negociador sin futuro político el jefe del Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización, Norberto Aguirre Palancares.
Díaz Ordaz se formó como un político de estructuras verticales. Delegó todas las responsabilidades políticas a Echeverría y se desentendió del movimiento estudiantil. Sus opiniones sobre los jóvenes eran negativas. Como presidente, Díaz Ordaz se olvidó de la política y se dedicó a ejercer el poder. Por eso la respuesta gubernamental fue la de la dureza, por eso Echeverría operó como Díaz Ordaz quería y por eso el gobierno se cerró a cualquier diálogo y el conflicto derivó a la represión. Pero no se trató del PRI o del gobierno, sino que el conflicto fue responsabilidad del sistema político priísta en general. Falta por aclarar si se trató de un exceso de autoritarismo de Díaz Ordaz o una respuesta de fuerza de un sistema político arrinconado, sin respuestas a la democratización y asustado por las manifestaciones en las calles. O Díaz Ordaz confió en su propia dureza, pues nunca suspendió sus giras por el interior y en esas ausencias en el DF le delegaba el gobierno a Echeverría.
El poder político priísta había agotado su eficacia hacia los cincuenta: protestas de grupos organizados, disputas por el poder, sucesiones presidenciales con fracturas. Al PRI lo había salvado el hecho de que el presidente de la república era el jefe controlaba los hilos del poder vía el PRI y sus sectores corporativos: obreros, campesinos y profesionistas. Pero Díaz Ordaz era un político obsesionado con el ejercicio duro del poder, sin fisuras. Por eso confió todo a Echeverría, quien lo había acompañado en la represión social desde el conflicto magisterial de 1952. Por tanto, Echeverría sólo hizo lo que Díaz Ordaz esperaba que hiciera. Y con ello se ganó la sucesión presidencial. Echeverría, en realidad, no engañó a Díaz Ordaz sino que Díaz Ordaz se engañó solo al suponer que iba a seguir gobernando después de su sexenio y descansar la decisión en la complicidad del poder, de la represión y del autoritarismo.
Tlatelolco fue, por tanto, el fin histórico del PRI. Ya no gobernaba por consensos o por política sino por el ejercicio del poder. El 68 persiguió a los gobernantes priístas, llevó a López Portillo a legalizar y registrar al Partido Comunista Mexicano y lo orilló a la decisión de romper con la continuidad política del PRI al optar por el ciclo tecnocrático y la tecnocracia presidencial perdió el control, político del país, encaró severas crisis económicas y financieras y entregó la presidencia al PAN en el 2000. Pero a pesar del fardo del 68, el PRI tuvo un largo y desgastante deterioro de su credibilidad. La clave de su derrota se localiza en las tres herencias malditas: la corrupción, la represión y la pobreza. Ni siquiera las divisiones internas lograron la ruptura final. La crisis de 1987 y la separación de Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del gobernante más venerado del siglo XX, consiguieron llevar al PRI al fracaso. Luego de las discutibles elecciones presidenciales de 1988, el PRI regresó con carro completo en 1991 y luego, en medio de la peor crisis de gobernabilidad en 1994, el PRI volvió a ganar. Se necesitó de la voluntad de Ernesto Zedillo y su falta de compromiso con el PRI para la alternancia partidista en el 2000.
Los libros-investigación de Ramírez y Poniatowska desnudaron el ejercicio del poder, mostraron al PRI sin los maquillajes de la política. Los dos fueron trabajos que reflejaron el punto más débil del PRI: la ruptura del PRI con la sociedad. El movimiento del 68 fue parte del descubrimiento social de que el PRI era un aparato de poder, no un gobierno ni menos un partido. El 68 rompió el blindaje ideológico del PRI, le quitó el escudo de la represión y llevó las relaciones sociales al momento de la gran definición: convertir al PRI en el partido de una verdadera dictadura represiva y autoritaria o hacerle probar al sistema político priísta el sabor del desprestigio social con el repudio popular urbano de la clase media al ejercicio absolutista del poder.
Díaz Ordaz fue el punto culminante de la ceguera política y social del PRI. Lo demostró en 1977 cuando fue designado por el presidente López Portillo como el primer embajador de México con la democracia española. Triste paradoja que Díaz Ordaz no alcanzó a matizar: el político que ejerció la represión digna de una dictadura representaría a México ante la democracia naciente que se convertiría en prototipo. Díaz Ordaz no duró mucho: en la conferencia de prensa antes de partir a Madrid, Díaz Ordaz se encontró con el otro México, el México posterior al 68: una prensa hostil, agresiva, crítica, sin perdones. Díaz Ordaz chocó contra esa prensa y reiteró su tesis: Tlatelolco salvó a México de una dictadura de izquierda. Al final, se mostró como el último presidente mexicano de la guerra fría. No duró mucho: a los pocos meses renunció al cargo y murió a mediados de 1979.
Tlatelolco ha quedado como el gran enigma de la historia política de la segunda mitad del siglo XX. El problema ha radicado en la búsqueda de culpables a priori determinados y del desahogo de las víctimas. No ha existido un análisis político certero. Y es probable que no lo haya. Lo único cierto fue que Tlatelolco resultó el último gran manotazo autoritario del sistema político priísta contra la sociedad para aferrarse al poder. En 1968 el PRI asistía a su fase de descomposición final. Seguramente por ello, por ejemplo, Echeverría ya no pudo designar como sucesor a un político del propio sistema, forjado en las complicidades del poder. López Portillo había salido de la periferia del poder. Y luego López Portillo enfrentó el dilema de su sucesión entre otro representante de la vieja guardia, Javier García Paniagua, o la tecnocracia de Miguel de la Madrid. En un sexenio el país había cambiado su perfil sociológico: como sociedad y como grupos de poder. El México cerrado del PRI del 68 tuvo que abrirse al mundo y ahí mostró su más clara debilidad: la observación internacional. La crisis económica presiono la primera etapa de la apertura comercial. Y luego el petróleo obligó al país a ser más cuidadoso con decisiones internas.
La reforma política de 1977 fue hija de Tlatelolco, pero también prima bastarda de la nueva conformación de la élite dominante. La secuela guerrillera de Tlatelolco había llevado al país a una fase superior de la represión, con la creación de organismos paramilitares de aniquilamiento: guerra sucia contra la guerra sucia. Pero en lugar de aplacar los radicalismos, la represión multiplicó la lucha armada: la izquierda no dejaba gobernar al PRI. De ahí que la reforma política se basó sólo en un punto clave: la legalización del Partido Comunista Mexicano y por derivación la conformación de un nuevo sistema de partidos menos controlados por el PRI. Así, la democratización comenzó con un nuevo equilibrio parlamentario, dejando atrás los años de un Congreso controlado absolutamente por el PRI.
La otra reforma política de fondo también derivó del 68: la liberación del sistema electoral. Paulatinamente, de 1977 a 1996, el PRI perdió el control del aparato electoral, pasando de la Comisión Federal Electoral manejado por la Secretaría de Gobernación a un Instituto Federal Electoral autónomo e independiente. La pérdida del poder fue, al final, consecuencia lógica de la reconfiguración del sistema político. Y todo ello derivado del saldo no reconocido por el PRI: Tlatelolco, a pesar de su victoria represiva sirvió para aplacar durante un buen tiempo a la disidencia, fue una derrota de largo aliento para el sistema político priísta. Primero fue la crítica la que minó los pilares del sistema, luego el avance electoral. Lo peor de todo fue que la represión en Tlatelolco le quitó paradójicamente al PRI el ejercicio sin límites de la represión. Y sin represión, el sistema político tuvo que irse democratizando por la presión de los grupos disidentes y de oposición.
De ahí que Tlatelolco haya sido, dialécticamente, una derrota-victoria de la transformación democrática. Es decir, una victoria moral. El triunfo político no llegó: la beneficiaria de la democratización que provocó Tlatelolco no fue la izquierda sino la derecha, y precisamente la derecha que no fue tan disidente en los años de la protesta social. Pero queda claro que la izquierda no supo capitalizar la derrota, careció de capacidad de organización de una alternativa política e ideológica a la altura del desafío, en realidad se agotó en la disputa de espacios pequeños dentro del sistema político priísta y se conformó con la vertiente de la reforma y no le apostó a la alternancia. Es decir, quiso optar por el camino de la evolución y no de la ruptura democrática. Por eso varios liderazgos del movimiento del 68 se conformaron con la apertura democrática de Echeverría --el modelo Gatopardo de cambiar para que las cosas sigan igual-- y aprovecharon el largo camino del debate parlamentario y la victoria electoral agobiante de López Portillo y terminaron al servicio del gobierno panista de Vicente Fox.
De ahí que el 68 haya sido una paradoja: el movimiento popular más carismático de protesta contra la represión, pero sin derivar en un movimiento organizado para la transición a la democracia; es decir, otra oportunidad perdida para la transición de sistema-régimen-Estado. El 68 sentó las bases justamente de la transición, pero no hubo los liderazgos necesarios para construirla. Al final, el 68 se convirtió en un factor de desmovilización política e ideológica y en la certeza de que la democratización tendría que venir como concesión graciosa del régimen. El camino del fracaso se le debe acreditar a una izquierda que no supo delinear la transición y que abrió brecha a una derecha que tampoco supo pavimentar el sendero hacia la democratización. La victoria-derrota de Tlatelolco sigue a la espera de algún análisis de fondo que pueda romper con lo peor que le ha ocurrido a los grandes hechos históricos mexicanos: la conversión en un mito: otra estación de las transiciones frustradas de México.

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