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Periodista, escritor, Lic. en Periodismo, Mtro. En Ciencias Políticas, oaxaqueño. Autor de la columna "Indicador Político" en El Financiero.

sábado, 10 de abril de 2010

Indicador Político 11-abril-2010 Domingo.

+ México: crisis 1995-2010 (15)
+ Cosío Villegas: casi perfectos


Carlos Ramírez


Al comenzar los años setenta, la comunidad académica, intelectual, gubernamental, política y económica de los Estados Unidos no ocultaba el deslumbramiento que les producía México. Allá en el Norte comenzó la referencia al “milagro (económico) mexicano” y a los perfiles del mapa de la república mexicana como los de un cuerno de la abundancia. Pero como siempre ocurre, las percepciones estadunidenses no se basaban en las realidades sino en los resultados… a su favor. El México violento de la Revolución Mexicana había quedado atrás. La estabilidad mexicana, basada más en mecanismos autoritarios que en un bienestar generalizado o en un equilibrio democrático, hacía que los Estados Unidos durmieran con tranquilidad respecto a su traspatio.
La realidad era otra. Los saldos económicos positivos respondían a tres mecanismos de relojería: crecimiento con política social, partido único y autoritarismo presidencial y estructura de poder y de control que --ésa sí-- se había convertido en la envidia de otras naciones. Con habilidad, México le había escondido a los Estados Unidos --y aún a sus oficinas de inteligencia y seguridad nacional-- los secretos de la estabilidad, aunque no eran muy difíciles de adivinar, y también le había ocultado el México de la pobreza y la marginación. En el fondo, los EU no querían cargar A México sobre sus espaldas. Por eso confiaron en los resultados de la gobernación del PRI. Los casos de represión que hubieran tambaleado a otros gobiernos por críticas estadunidenses no se aplicaban porque en México el PRI seguía ganando elecciones, la derecha tenía una presencia simbólica y la izquierda socialista-comunista no había logrado convertirse en una opción y estabas perfectamente acotada.
La clave de la estabilidad mexicana se localizaba en una maquinaria poderosa, funcional y, lo que era peor, legitimada por la historia. Para unos era el PRI, para otros bastaba con el poder de la presidencia de la república. Sin embargo, esa maquinaria era mucho más: un sistema, es decir, un juego de pesos y contrapesos, un conjunto de acuerdos escritos y no escritos y sobre todo el ejercicio del poder en función de la historia. Por eso cuando al candidato presidencial priísta Luis Echeverría le preguntaron que cuál era su proyecto de gobierno, con simplicidad contestó: “mi proyecto es la Constitución”. Por tanto, la oposición del PAN y del PCM tenía cuesta arriba la tarea de desmitificar la historia, aunque al final la historia formaba parte de la educación pública como un aparato ideológico al servicio del PRI. Era imposible ganarle una batalla a la historia.
En 1972 el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Texas convocó a académicos mexicanos a un ciclo de conferencias titulado, con bastante interés académico pero perspicacia realista, “Indagación Política: México”. Los estadunidenses querían saber, conocer, desentrañar el enigma México. Luego de su participación oral en tres ocasiones, Cosío Villegas decidió poner en orden sus notas y en pocos meses terminó un ensayo histórico-político que tituló, en un juego de tiempos también políticos, El sistema político mexicano. Las posibilidades del cambio. El texto comenzaba con la construcción del sistema político en los tiempos de la lucha política violenta de la Revolución Mexicana y terminaba con un análisis del arranque del gobierno de Luis Echeverría y el examen de las posibilidades-imposibilidades de la transición política.
En 1972 Cosío Villegas se encontraba en la cúspide de su lucidez, sensibilidad y estilo. En 1947 había publicado el ensayo La crisis de México y había causado revuelto en los círculos políticos e intelectuales. De todas las críticas a su texto, una había calado hondo en el ánimo del entonces ya maduro ensayista: el escritor y pensador marxista José Revueltas escribió en Excelsior que el ensayo de Cosío Villegas carecía de contenido histórico. Cosío Villegas en aquel entonces era un competente economista y empresario cultural, pero efectivamente no se había metido a fondo en la historia. Con paciencia franciscana, Cosío Villegas decidió convertirse en historiador. Y fue, sin duda, el más inteligente que haya tenido México en su vida independiente. En el largo periodo de 1950 a 1974, casi un cuarto de siglo, Cosío Villegas dirigió dos colecciones históricas: Historia moderna de México, de Juárez a Díaz, e Historia de la Revolución Mexicana. Con ese bagaje de información, se transformó también en un agudo articulista en el periódico Excelsior con textos de coyuntura que utilizaban el contexto histórico. A Cosío Villegas se le debe la caracterización perfecta de la victoria de Benito Juárez sobre el imperio francés como “La república restaurada”. Murió, diríase que en la plenitud de facultades, en 1976, a la edad de 78 años.
El ensayo de Cosío Villegas sobre el aparato de poder mexicano partía de la sorpresa de que, a pesar de muchas viscisitudes, el PRI había logrado de 1929 a 1972 “un espectáculo sorprendente de siete sucesiones presidenciales hechas pacíficamente y una vida pública en que no ha habido una conmoción perceptible hasta 1968 y después en 1971, en ocasión de la rebeldía estudiantil”. Señalaba una “situación de tranquilidad pública” y “desde hace treinta años un progreso económico sin paralelo en toda su historia anterior”. Es decir, insistió, “gran estabilidad política y señalado avance material”. A ese sistema político priísta le faltarían cuatro sucesiones presidenciales más hasta la derrota presidencial electoral del PRI en el año 2000 y la alternancia partidista en la presidencia de la república a favor del PAN.
Para Cosío Villegas, estos saldos positivos fueron resultado del funcionamiento del mecanismo de relojería suiza que se caracterizó como sistema político, es decir, como señala Giuliano Urbani en el Diccionario de Política de Norberto Bobbio, un “conjunto de instituciones, de grupos y de procesos políticos caracterizados por un cierto grado de interdependencia recíproca”. En realidad no había realmente misterios ni secretos ni menos aún pócimas o fórmulas mágicas. La estabilidad mexicana dependió del sistema político y éste se construyó con finos engranes, todos ellos derivados de cuando menos tres veneros: el de la historia oficial, el de la Constitución y el de la cultura política. El eje central radicaba, como ya se dijo, en la apropiación de la historia por la clase gobernante.
Las dos piezas básicas que descubrió Cosío Villegas fueron la presidencia de la república y el partido oficial. Estas dos instituciones concentraban todo el poder de la república. Y las dos tenían vasos comunicantes que dejaban al presidente de la república en la punta de la pirámide y el PRI como su brazo operador. La clave radicaba en un hecho histórico: el presidente de la república era, por derivación automática, el jefe nato del PRI. Por tanto, al final había dos instituciones pero un solo titular. Se trataba, como luego lo delineó el politólogo Jaime Castrejón Díez. En una “República Imperial”. Y en efecto, el presidente de la república ejercía durante los seis años de su mandato un poder de Emperador, Rey o Monarca absolutista, con el control de todos los hilos del poder.
La relación presidente de la república-PRI era fundamental: el primer mandatario designaba a los candidatos a prácticamente todos los cargos de elección popular en función de sus intereses y no de las comunidades y menos del propio partido. Pero no sólo estaba la designación: por el poder de su investidura, el presidente de la república manejaba la totalidad del presupuesto público y autorizaba las partidas de dinero para las campañas. Y para cerrar con broche de oro, el control absoluto de todos los procesos electorales lo tenía la Secretaría de Gobernación, el brazo político de la presidencia. Así, la vida política giraba en torno al voluntarismo presidencial. Los aspirantes a cargos de elección popular tenían que responder a la lealtad al presidente de la república y no a los electores y menos a sus comunidades. Y por extensión, el poder legislativo y los poderes ejecutivos y municipales también respondían al centralismo político presidencial. Ahí quedaba expuesta, en todo su esplendor, la República Imperial Mexicana. La clave para evitar la dictadura personal radicaba en el cambio sexenal forzoso de presidente, con el desprestigio que derivaba del absolutismo del poder. Se trata de una dictadura de sistema, no de personas; de una monarquía de aparato de poder, no de algún apellido ilustre.
El libro de Cosío Villegas abrió toda una línea de crítica política. La virtud del poderío presidencial radicaba en la secrecía. Descubrir su entramado era igual a exponerlo al debate. Las primeras críticas estadunidenses comenzaron al comenzar el decenio de los ochenta. Y en los setenta, siguiendo la brecha abierta por Cosío Villegas, la crítica académica comenzó la crítica al poder. Octavio Paz había encontrado algunos indicios del sistema, pero su crítica en Posdata se centró más bien en la historia y en la crítica a los abusos del poder, sobre todo en la línea del pensamiento liberal contra los autoritarismos disfrazados de democracias. La virtud del ensayo de Cosío Villegas radicó en la identificación del mecanismo de engranajes que hacía funcionar el aparato de poder político en México.
Cosío Villegas se centró en dos pilares y un pivote: la presidencia de la república y el PRI eran columnas que sostenían al aparato público; el pivote que funcionaba como mecanismo de legitimación era el avance económico, lo mismo la tasa de crecimiento como la estabilidad macroeconómica, que, y sobre todo, la política de gasto público destinada a construir un Estado de bienestar basado en la función tutelar del gobierno de los sectores desprotegidos y una política social diseñada sobre todo alrededor de la seguridad social, además de la política de subsidios a prácticamente todas las actividades. Se trataba del triángulo de las Bermudas donde se extraviaban las posibilidades de evolución política hacia la democracia.
El texto de Cosío Villegas partió del deslumbramiento y no analizó la parte histórica de la disidencia. El movimiento estudiantil y popular de 1968 como el momento de ruptura del consenso social básico estuvo precedido de una larga lucha contra el sistema político, casi desde el momento mismo de la fundación del PRI como Partido Nacional Revolucionario. Las primeras elecciones del PNR fueron fraudulentas contra José Vasconcelos y el movimiento juvenil que había arrastrado y el primer presidente del ciclo del partido de Estado tomó posesión en medio de un atentado en su contra que lo obligó a renunciar al cargo al comenzar su tercer año para evitar nuevas elecciones. Protestas obreras, campesinas, populares, estudiantiles, políticas y rupturas al interior del Partido no aparecen en el ensayo de Cosío Villegas. En este contexto, al análisis le faltó, además de los tres engranes fundamentales, el de la represión como política de Estado, ejercida, eso sí, en nombre de los principios revolucionarios.
La crítica de Cosío Villegas fue más bien liberal, es decir, de señalamiento de problemas y de aportación de posibilidades de solución pero sin cambiar el rumbo de un modelo sustent5ado en las propuestas de la Revolución Mexicana. Como Paz, Cosío Villegas fue partidario de la apertura política o de la reforma. Sólo hasta 1985 Paz llegó a la conclusión de que el PRI debía de desaparecer. En cambio, Cosío Villegas sólo criticó los compromisos de democratización y reveló las contradicciones fundamentales del sistema. En sus artículos en Excelsior propuso la redacción de una nueva Constitución pero sólo en función de los errores de la vigente en los setenta y abrió una crítica severa contra el mecanismo de designación del candidato priísta a la presidencia de la república para concluir que se trataba de una forma jurídica de herencia y que por ello la llamó “sucesión”, es decir, el proceso de designación en función de herencias.
El país había ingresado a los setenta en medio de una crisis que mostraba la agonía del sistema político. La represión del 68 había tocado a la clase media urbana y estudiantil. México comenzaba a salir del aislamiento. La acumulación de protestas en realidad sí había minado la fuerza del sistema y sobre todo su legitimidad. Luego de la fundación del PNR a finales de los años treinta y del fortalecimiento del sistema político, al comenzar los sesenta se hizo la primera y tibia concesión política: la creación de los diputados de partido, repartidos en función del porcentaje de votos de la oposición y no en victorias distritales. Al comenzar los setenta el sistema de partidos ya era producto de críticas y burlas. El uso de la fuerza para sostener al presidente de la república en el poder había sido el aviso de problemas posteriores. Y luego el propio proceso de legitimación de Echeverría en función de una severa crítica al mismo sistema produjo efectos de debilitamiento del propio sistema político.
Al comenzar los setenta el país había creado una pluralidad política inocultable. Era el momento de la audacia y de la transición. Sin embargo, Echeverría no tuvo la lucidez ni la audacia. Por tanto, la verdadera transición política de México no fue la represión de 1968 sino el agotamiento del ciclo de los políticos burócratas que habían sustituido a los generales en el poder. Echeverría opta por un administrador, José López Portillo, que no conocía los secretos del poder ni del sistema. Y luego López Portillo le entrega la presidencia a la nueva generación de tecnócratas, cuyo fin político fue la entrega del poder a la oposición en el 2000. Este proceso de deterioro priísta no fue entendido por Cosío Villegas en 1972, quizá por su formación de historiador.
Cosío Villegas identificó los tres valores supremos del sistema político: el presidente de la república, el PRI y el avance económico. Pero junto a ellos hubo otros que fueron descubiertos posteriormente y que formaban parte de los mecanismos de legitimación autoritaria del PRI:
--Los acuerdos y entendimientos con los sectores invisibles del sistema político o que no formaban parte directa. Por ejemplo, con los empresarios, los militares, la inversión extranjera, los Estados Unidos y los medios de comunicación.
--La educación como aparato ideológico con obligatoriedad constitucional. Se trataba de un mecanismo de cohesión muy sólido porque imbuía la lealtad al sistema desde las aulas, con el correlativo control magisterial a través del sindicato que pertenecía al PRI.
--La cultura política que tenía en los intelectuales --adherentes o críticos-- a los legitimadores más sólidos del sistema político. Sobre todo, los intelectuales críticos que se cohesionaban al sistema en los espacios del cumplimiento de las metas de la Revolución Mexicana.
--El Estado como el aparato de autoridad por encima de todos. El hecho de que el presidente de la república fuera jefe del gobierno y también del Estado dejaba en una sola persona todo el peso de la nación. El Estado, con habilidad, incluía espacios propios para la disidencia interna y hasta externa.
--La Constitución era el pacto político obligatorio. Pero se trataba de una carta magna diseñada en contenido, formas y alcances por los políticos priístas que fueron extendiendo a la Constitución --y no al revés-- los documentos básicos del PRI. Por tanto, ir contra el PRI era una forma de negar la Constitución.
--La represión no era sólo el dique de contención de la disidencia sino el límite último de la institucionalidad. Al final, la argumentación política convertía a la represión en un mecanismo de defensa política del sistema ante las ofensivas opositoras y disidentes pero fuera de las reglas del juego. No se trataba sólo del manotazo sino de la justificación política en nombre de los valores históricos de un sistema.
--La política exterior basada en el concepto de la soberanía ante el potencial invasor extranjero y sustentada en la experiencia del pasado que llevó en dos ocasiones a perder partes sustanciales del territorio nacional. Por tanto, la política exterior era algo más que diplomacia: se trataba del ejercicio de la soberanía nacional, y más cuando los principios de la política exterior eran una extensión también de hechos históricos fundamentales, lo mismo la lucha de Juárez que la resistencia al expansionismo estadunidense.
De ahí que el sistema político mexicano fuera algo más que aparato e instituciones. El PRI logró convertirlo en una especie de catedral: ideología, sentimientos, compromisos, lealtades y obligaciones. En ese sistema no cabía otro partido que el PRI. Por tanto, existió una vinculación orgánica y dependiente entre el sistema y el partido en el poder. Y por ello también este enfoque excluía no sólo la alternancia sino la rebelión o la subversión porque al final de cuentas el PRI había conseguido vincular simbióticamente a la nación con el sistema para arribar a un Sistema-Nación que comenzó a ser estudiando hasta comenzar el siglo XXI.
El sistema político se convirtió en el único camino. Y fue lo suficientemente flexible como para funcionar en la lógica de la ambición de poder (Obregón y Calles), en los espacios del radicalismo ideológico (Cárdenas), en el terreno de la burocratización (Avila Camacho a Díaz Ordaz), en las tentaciones del populismo (Echeverría y López Portillo) y en la declinación tecnocrática (de De la Madrid a Zedillo), siempre con flexibilidad y manteniendo el que fue su centro motor: la historia nacional oficial. Pero a ese sistema le faltó capacidad de entendimiento con la oposición porque se confió en su legitimidad histórica. La liebre saltó por el lado de la disidencia violenta y armada y la protesta popular que encontró en Díaz Ordaz la inflexibilidad del autoritarismo reactivo. La represión provocó el surgimiento de la guerrilla pero sobre todo la pérdida de legitimidad social y con ello la declinación.
La democracia se convirtió en el virus que debilitó al sistema político. La liquidación del viejo sistema político ocurrió con cuatro decisiones fundamentales: los nuevos partidos que rompieron la hegemonía priísta en el Congreso y en la toma de decisiones, la creación del Instituto Federal Electoral que le quitó a Gobernación la organización de los procesos electorales, el agotamiento del modelo populista cuya sobrevivencia agudizó paulatinamente el colapso de las finanzas públicas y con ello el incumplimiento de compromisos sociales populares y la globalización de la economía vía el tratado de comercio libre con los Estados Unidos agotó la opción del Estado populista y le dio dominio al mercado y con ello el sistema priísta fue perdiendo sus bases sociales. El camino de la represión quedó inutilizado cuando los grupos sociales le perdieron el miedo al poder y la respuesta autoritaria hubo de atender la vigilancia internacional, así como cuando la represión sólo cohesionaba más a los grupos disidentes. El costo político del manotazo autoritario en Tlatelolco se convirtió en el lastre político del sistema priísta.
La crisis, sin embargo, no se canalizó por el camino de la transición, sino que el PRI trató por todos los medios de mantener el modelo aún cuando los hilos de control del sistema fueron inutilizados por los avances democráticos. Las crisis se fueron acumulando en el corto plazo de 1995-1997: del alzamiento zapatista a la pérdida de la mayoría en el Congreso y la derrota electoral en el DF. Lo malo, sin embargo, fue que las alternancias en gubernaturas y en la presidencia de la república no se pusieron la meta y la minoría en el Congreso no condujeron propiamente a la transición a un nuevo sistema político. Los pretextos han sido lo de menos. El caso grave ha sido la decisión del PAN y el PRD en posiciones de poder de no modificar la estructura del sistema, de tratar de aprovechar algunos hilos del poder del viejo sistema y dejar la estructura de definición priísta del modelo político.
En 1972 Cosío Villegas dejaba en duda la capacidad del PRI para modernizarse. En la dirección del PRI estaba entonces Jesús Reyes Heroles, un intelectual político con formación de historiador y con intenciones de abrir la política. Sin embargo, ahí demostró el sistema político priísta que por sí mismo no iba a adecuarse a la nueva realidad. En 1975 Echeverría hizo a un lado a Reyes Heroles para nominar al viejo estilo autoritario a López Portillo como sucesor y con ello truncó un esfuerzo de apertura. Pero ahí también el sistema político priísta demostró que no estaba hecho para la democracia sino para el mando verticalista. El ciclo de los gobernantes no políticos --o no surgidos del seno del sistema-- produjo adecuaciones a la estructura del sistema que llevaron al PRI a la pérdida de la presidencia de la república, pero lamentablemente a la sobrevivencia del viejo sistema político.
Sin transición a la democracia, la alternancia ha perdido efectividad y ha dejado al país atrapado en los lirios de pantano del viejo régimen.

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